Su particular fijación con el pasado, con el mundo de los padres, tal vez incluso su sumisión a Schönberg, que llegaba hasta el temor -nos contó en cierta ocasión que incluso siendo ya adultos, él y Webern seguían dialogando siempre con Schönberg en tono interrogante- trae al pensamiento con fatal automatismo el concepto de neurosis. Es cierto que Berg se sentía neurótico y también que sabía lo suficiente sobre psicoanálisis como para cuestionarse su asma y otros síntomas evidentes como su temor a las tormentas. Él mismo me interpretó un día uno de sus sueños. Además, siendo joven había conocido a Freud en un hotel de los Dolomitas, creo que en San Martino; se había puesto enfermo con una de sus habituales gripes y lo había pasado en grande viendo cómo Freud, el único médico que había en el hotel a la sazón, no sabía cómo desenvolverse frente a aquella trivial enfermedad. Le gustaba bromear con el componente psíquico de sus males. Ligeras indisposiciones le proporcionaban la excusa para introducirse en el papel, tan a menudo dichoso, del niño enfermo rodeado de cuidados. Por lo general se deleitaba de modo vagamente morboso con los rasgos eufóricos de la enfermedad. Algunos aspectos neuróticos eran evidentes: sufría de una especie de complejo de ferrocarril. Tenía por principio llegar con mucho adelanto a los trenes, a veces con horas. En cierta ocasión, según nos contó, se presentó en la estación con tres horas de adelanto y sin embargo se las arregló para acabar perdiendo el tren. Pero tal y como suele ocurrir en no pocas ocasiones en las personas de gran fuerza espiritual, su neurosis no afectaba seriamente a su fuerza productiva, tal y como cabría esperar. En todo caso, el rasgo más llamativo sería la lentitud de su productividad. Pero esto más bien se debía a su rigor autocrítico y tremendamente racional, por mucho que tuviera también cierta parte de temor neurótico. A veces Berg recordaba al hombre que grita "¡al lobo, al lobo!".
THEODOR ADORNO, Alban Berg. Ed. Alianza, 1990.