La pérdida de la situación central, geográfica y sociológica, el abandono del axioma del progreso histórico o las extremadas reservas con que lo miramos, nuestra sensación de fracaso o de las graves deficiencias del conocimiento y del humanismo respecto de la acción social; todos estos hechos significan el fin de una estructura de valores jerárquica y aceptada. Esas divisiones o cortes binarios que organizaban la percepción social y que representaban la dominación del código cultural sobre el código natural se han borrado ahora o son directamente rechazados. Se trata de cortes entre la civilización occidental y todas las demás, entre los instruidos y los incultos, entre los estratos superiores e inferiores de la sociedad, entre la autoridad de la edad y la dependencia de los jóvenes, entre los sexos. Estos cortes eran no sólo diacríticos -que definían la identidad de las dos unidades en relación consigo mismas y entre sí- sino que eran expresamente horizontales. La línea divisoria separaba lo superior de lo inferior, lo mayor de lo menor, la civilización del primitivismo atrasado, la instrucción de la ignorancia, el privilegio social de la subordinación, la madurez de edad de la inmadurez, los hombres de las mujeres, y en cada caso estaba implícita una distinción de superioridad. Es el colapso, más o menos completo, más o menos consciente, de estos gradientes de valor jerarquizados y definitorios (¿y puede haber valores sin jerarquía?) lo que constituye ahora el hecho principal de nuestra situación intelectual y social (...) La pregunta que se formula menos frecuentemente es la de saber si vale la pena reanimar ciertos elementos centrales de los valores de la jerarquía clásica (...) ¿Para qué elaborar y transmitir cultura si ésta hizo tan poco para contener lo inhumano, si en ella están insertas ambigüedades que hasta solicitaron la barbarie? (...) ¿no se paga por la cultura un precio demasiado elevado? (...) ¿No es la noción misma de cultura sinónimo de elitismo? (...) Está la respuesta de Freud, su estoica aquiescencia, su suposición hosca y fatigada de que la vida humana es una anomalía cancerosa, un rodeo entre vastos estadios de reposo orgánico. Y por otro lado, está el alborozo nietzscheano ante lo inhumano, con su tensa e irónica percepción de que somos, de que siempre hemos sido, húespedes precarios en un mundo indiferente, frecuentemente asesino, pero siempre fascinante: (Escudo de la necesidad. ¡Supremo astro del ser! que ningún deseo puede alcanzar, que ninguna negación puede manchar, eterno Sí del ser, eternamente yo soy tu afirmación: pues yo te amo, ¡Oh eternidad!)
GEORGE STEINER, En el castillo de Barba Azul. Ed. Gedisa, 1991.