En el momento en que la vida de un pueblo, racialmente caracterizada, es asumida como el valor supremo que se debe conservar intacto en su constitución originaria o incluso como lo que hay que expandir más allá de sus confines, es obvio que la otra vida, la vida de los otros pueblos y de las otras razas, tiende a ser considerada un obstáculo para este proyecto y, por lo tanto, sacrificada a él. El bíos es artificialmente recortado, por una serie de umbrales, en zonas dotadas de diferente valor que someten una de sus partes al dominio violento y destructivo de otra. Nietzsche es el filósofo que aferra con mayor radicalidad este paso; en parte asumiéndolo como su propio punto de vista, en parte criticándolo en sus resultados nihilísticos. Cuando él habla de voluntad de potencia como del fondo mismo de la vida o cuando no pone en el centro de las dinámicas interhumanas a la conciencia, sino al cuerpo mismo de los individuos, entonces, hace de la vida el único sujeto y objeto de la política. Que la vida sea para Nietzsche voluntad de potencia no quiere decir que la vida quiera la potencia o que la potencia determine desde el exterior a la vida, sino que la vida no conoce modos de ser diferentes de un continuo potenciamiento. Lo que condena a las instituciones modernas (el Estado, el parlamento, los partidos) a la ineficacia y a la inefectividad es precisamente su incapacidad de situarse en este nivel del discurso. Pero Nietzsche no se limita a esto. La extraordinaria relevancia, pero también el riesgo, de su perspectiva biopolítica consiste no solamente en el haber puesto la vida biológica, el cuerpo, en el centro de las dinámicas políticas, sino también en la lucidez absoluta con que prevé que la definición de vida humana (la decisión sobre qué es, cuál es, una verdadera vida humana) constituirá el más relevante objeto de conflicto en los siglos por venir. En un conocido pasaje de los Fragmentos póstumos, cuando se pregunta “por qué no tenemos que realizar en el hombre lo que los chinos logran hacer con el árbol, de modo que por una parte produce rosas y por otra peras”, nos encontramos frente a un paso extremadamente delicado que va de una política de la administración de la vida biológica a una política que prevé la posibilidad de su transformación artificial. De este modo, al menos potencialmente, la vida humana se convierte en un terreno de decisiones que conciernen no solamente a sus umbrales externos (por ejemplo lo que la distingue de la vida animal o vegetal), sino también a sus umbrales internos. Esto significa que será concedido o, más bien, exigido a la política el decidir cuál es la vida biológicamente mejor y también cómo potenciarla a través del uso, la explotación, o si hiciera la muerte de la vida menos valiosa biológicamente.
ROBERTO ESPÓSITO, Biopolítica y filosofía. Grama Ediciones, 2006.