Durante los once años que lo conocí siempre sentí de manera más o menos clara que, en tanto que persona empírica, nunca estaba del todo presente, nunca jugaba del todo el juego; esto se veía muy bien cuando caía en momentos de ausencia, fielmente reproducidos en la vacía expresión de sus ojos. No era idéntico consigo mismo, tal y como predica el ideal intocable del existencialismo, sino que poseía una inatacabilidad propia, incluso algo de una falta de participación, de una actitud de espectador, del tipo que Kierkegaard despreció en lo estético sólo por puritanismo. Hasta la pasión, mientras se entregaba a ella, podía ser una materia para la obra de arte; seguramente Wagner, abandonando mujer y amante y escapando a Venecia para escribir allí el tercer acto de Tristán, se comportaba de manera muy parecida; algo análogo han constatado Thomas Mann, Gide, Proust. El existir empírico de Berg estaba sometido a la primacía de la producción; él mismo se afinaba en tanto que instrumento propio, y la sabiduría de la vida que había adquirido sólo pretendía crear las condiciones necesarias para llevar su obra más allá de las flaquezas físicas y las resistencias psicológicas. Sabía tan cercana la muerte que tomaba la vida como algo provisional y sólo se entregaba a lo que podía perdurar, pero sin dureza ni egoísmo. En Berlín salvó un día a un hombre a punto de ser aplastado por el metro poniendo en peligro su vida. De manera elemental estaba siempre dispuesto a regalar todo lo que tenía, también lo más precioso: su tiempo (...) No se agarraba a su vida con uñas y dientes (...) Si es verdad que los intelectuales no deben ser padres, entonces Berg era el menos paternal de todos; su autoridad estaba completamente desprovista de una esencia autoritaria. Berg consiguió no volverse adulto sin permanecer infantil.
THEODOR ADORNO, Alban Berg. Ed. Alianza, 1990.