La primera cosa que nos sorprende de los diálogos socráticos de Platón es que son aporéticos. La argumentación no conduce a ninguna parte o discurre en círculos. Para saber qué es la justicia, hay que saber qué es el conocimiento y, para saber esto, hay que tener una noción previa, no puesta en cuestión, del conocimiento (esto en el Teeteto y en el Cármides). Por ello "no le es posible a nadie buscar lo que sabe ni lo que no sabe... Pues ni podría buscar lo que sabe puesto que ya lo sabe, y no hay necesidad alguna entonces de búsqueda, ni tampoco lo que no sabe, puesto que, en tal caso, ni sabe lo que ha de buscar" (Menón, 80). O en el Eutifrón: para ser piadoso debo saber lo que es la piedad. Piadosas son las cosas que placen a los dioses; pero ¿son piadosas porque placen a los dioses o placen a los dioses porque son piadosas? Ninguno de los argumentos, logoi, se mantiene siempre en pie, son circulares; Sócrates, al hacer preguntas cuyas respuestas desconoce, las pone en movimiento. Y, una vez que los enunciados han realizado un círculo completo, habitualmente es Sócrates quien animosamente propone empezar de nuevo y buscar qué son la justicia, la piedad, el conocimiento o la felicidad (...) Lo que Sócrates creía realmente sobre tales asuntos puede ser ilustrado mejor a través de los símiles que se aplicó a sí mismo. Se llamó tábano y comadrona, y, según Platón, alguien lo calificó de "torpedo", un pez que paraliza y entumece por contacto; una analogía cuya adecuación Sócrates reconoció a condición de que se entendiera que "el torpedo, estando él entorpecido, hace al mismo tiempo que los demás se entorpezcan. En efecto, no es que, no teniendo yo problemas, los genere en los demás, sino que, estando yo totalmente imbuido de problemas, también hago que lo estén los demás" lo cual resume nítidamente la única forma en la que el pensamiento puede ser enseñado; aparte del hecho de que Sócrates, como repetidamente dijo, no enseñaba nada por la sencilla razón de que no tenía nada que enseñar: era "estéril" como las comadronas griegas que habían sobrepasado ya la edad de la fecundidad. (Puesto que no tenía nada que enseñar, ni ninguna verdad que ofrecer, fue acusado de no revelar jamás su opinión personal, como sabemos por Jenofonte, que lo defendió de esta acusación.) Parece que, a diferencia de los pensadores profesionales, sintió el impulso de investigar si sus iguales compartían sus perplejidades, un impulso bastante distinto de la inclinación a descifrar enigmas para demostrárselos a los otros.
HANNAH ARENDT, De la historia a la acción. Ed. Paidós, 1995.