Es impresionante ver cómo, en dos seres tan diferentes desde todos los puntos de vista como Lautréamont y Hölderlin, la experiencia poética, que parece separarlos aún más, se manifiesta por el mismo vértigo profundo, la misma tentación, el mismo deseo, el de alcanzar el momento del día en el que, unido al día, cada uno también será unido a sí mismo, en la intimidad de su propia naturaleza soleada, al mismo tiempo, perdida y salvada en el brillo de este sol que es como la aureola infinita de la naturaleza de cada uno ávida por disiparse en todos. Si los destinos son diferentes, es quizá porque Hölderlin, viendo este momento en el punto del día, atraído por este comienzo, por este momento anterior al día que le parece su propio comienzo, cedió a la nostalgia de la infancia y del espacio original, ahí donde, encontrándose él mismo podía esperar encontrar la muerte y la vida. Pero, habiendo antes que todo amado la luz, y la nostalgia de su propio comienzo no habiendo sido jamás un deseo débil y personal sino ante todo la pasión más pura, el deseo orgulloso de unirse a los dioses claros, ocurre que mientras que su vida de aquí abajo volvía a ser la de un niño, él se unió verdadera y absolutamente a la luz a la cual había tenido la fuerza de sacrificar todas sus fuerzas y que, a cambio le dio esta gloria única de una razón de niño donde brilló todo el esplendor de la claridad impersonal. Lautréamont no podía desaparecer en la locura, habiendo nacido de la locura, ni en la infancia, pues en él la fuerza de la luz lo había hecho más fuerte que la locura y la nostalgia de la niñez. Regresar no es posible a quien ya ha sufrido la prueba del regreso, lo ha sobrepasado, y en este esfuerzo, realmente ha nacido. Lautréamont es este ser extraño que, irreal aún bajo el nombre aparente de Ducasse, quiso darse el día y llevar toda la responsabilidad de su propio comienzo. Tentativa que es la verdad de su mito.
MAURICE BLANCHOT, Lautréamont y Sade. Ed. F.C.E, 1990.