Mi padre era muy inteligente y como todos los hombres inteligentes muy bondadoso. Una vez me dijo que me fijara bien en los soldados, en los uniformes, en los cuarteles, en las banderas, en las iglesias, en los sacerdotes y en las carnicerías, ya que todo eso iba a desaparecer y algún día podría contarle a mis hijos que había visto esas cosas. Hasta ahora, desgraciadamente, no se ha cumplido la profecía. Mi padre era un hombre tan modesto que hubiera preferido ser invisible. Aunque se enorgullecía de su ascendencia inglesa, solía bromear sobre ella. Nos decía, con fingida perplejidad: "¿Qué son, al fin y al cabo, los ingleses? Son unos chacareros alemanes". Sus ídolos eran Shelley, Keats y Swinburne. Como lector tenía dos intereses. En primer lugar, libros sobre metafísica y psicología (Berkeley, Hume, Royce y William James). En segundo lugar, literatura y libros sobre el Oriente (Lane, Burton y Payne). Él me reveló el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no sólo un medio de comunicación sino símbolos mágicos y música (...) También me dio, sin que yo fuera consciente, las primeras lecciones de filosofía. Cuando yo era todavía muy joven, con la ayuda de un tablero de ajedrez, me explicó las paradojas de Zenón: Aquiles y la tortuga, el vuelo inmóvil de la flecha, la imposibilidad del movimiento. Más tarde, sin mencionar el nombre de Berkeley, hizo todo lo posible por enseñarme los rudimentos del idealismo.
JORGE L. BORGES, Autobiografía (1899-1970). Ed. El Ateneo, 1999.