Además de navegar entre esos peñascos y elegir entre los peligros de Escila y Caribdis, pasarán cerca del islote de las Sirenas. Quien escucha su canto está perdido, porque los marinos no resisten su embrujo y su nave es destruida por los escollos. Desde su nave, Ulises divisa el peñasco de las cantantes. ¿Qué hace el ingenioso rey? Trae consigo cera, y al avistar el islote en el que se agazapan las Sirenas, esas aves-mujeres o mujeres-aves, cantantes de bella voz, tapa las orejas de sus tripulantes para que no las escuchen, pero él no renuncia a escucharlas. No sólo es el hombre de la lealtad y la memoria sino también, como en el episodio del Cíclope, aquel que quiere saber incluso lo que no debe conocer. No quiere pasar cerca de las Sirenas sin escuchar su canto, sin saber qué cantan y cómo lo hacen. Por consiguiente, conserva destapadas las orejas, pero se hace sujetar al mástil con ligaduras tan firmes que no le permiten moverse. Pasa la nave y al acercarse a la isla se produce lo que los griegos llaman galene: una calma chicha, sin viento, sin el menor ruido. Entonces se alza el canto de las Sirenas, que se dirigen a Ulises como si fueran las Musas, hijas de Memoria, las que inspiran a Homero cuando canta sus poemas y al aedo cuando relata las hazañas de los héroes: -Ulises, glorioso Ulises, Ulises bienamado, ven, escúchanos, te diremos todo, cantaremos la gloria de los héroes, tu propia gloria.
Al mismo tiempo que éstas revelan la Verdad, es decir, exactamente lo que ha pasado, la isla de las Sirenas aparece rodeada por una masa de cadáveres cuya carne se pudre al sol sobre la arena. Los muertos son aquellos que han cedido a la seducción del canto. Las Sirenas son a la vez la atracción del deseo de saber, el deseo erótico -ellas son la seducción misma-, y la muerte. Lo que dicen a Ulises es lo que se dirá de él cuando ya no exista, cuando haya franqueado la frontera entre el mundo de la luz y el de las tinieblas, cuando sea el Ulises de los relatos que hacen los hombres (...) Se lo relatan en vida como si ya estuviera muerto (...) Lo atraen hacia esa muerte que será la consagración de su gloria, esa muerte que Aquiles no desea más, aunque la deseaba cuando estaba vivo porque sólo ella puede darles a los humanos un renombre imperecedero (...) Finalmente, la nave se aleja de ellas para siempre...
JEAN-PIERRE VERNANT, Érase una vez... Ed. F.C.E, 2002.