La novela de Tolstoi Anna Karenina construye la imagen de lo que podríamos llamar la lectora de novelas que descifra su propia vida a través de las ficciones de la intriga, que ve en la novela un modelo priviliegiado de experiencia real. Se manifiesta así una tensión entre la experiencia propiamente dicha y la gran experiencia de la lectura. Y entonces aparece el bovarismo, la ilusión de realidad de la ficción como marca de lo que falta en la vida. Se va de la lectura a la realidad o se percibe la realidad bajo la forma de la novela, con esa suerte de filtro que da la lectura. Sartre lo ha dicho bien: "¿Por qué se leen novelas? Hay algo que falta en la vida de la persona que lee, y esto es lo que busca en el libro. El sentido es evidentemente el sentido de su vida, de esa vida que para todo el mundo está mal hecha, mal vivida, explotada, alienada, engañada, mistificada, pero acerca de la cual, al mismo tiempo, quienes la viven saben bien que podría ser otra cosa."
Las mujeres son las que han encarnado ese malestar (vistas desde los varones que escriben las historias). En la ficción, la salida de esa perturbación ha sido, tradicionalmente, el adulterio. Frente al malestar de sus propias vidas, las mujeres que leen (Anna Karenina, Madame Bovary, Molly Bloom) encuentran otra vida posible en la infidelidad. Si tuviéramos que acuñar una fórmula, irónica, podríamos decir que el modelo perfecto del lector masculino es el célibe, el soltero a la Dupin, mientras que el modelo de la lectora perfecta es la adúltera, a la Bovary. De algún modo, la feminización del lector de novelas confirma los preconceptos dominantes sobre el rol de la mujer y de la inteligencia femenina. Las novelas se pensaban aptas para las mujeres, consideradas criaturas de capacidad intelectual limitada, imaginativas, frívolas y emotivas. Las novelas, circunscriptas al reino de la imaginación, eran lo opuesto a la lectura práctica e instructiva.
RICARDO PIGLIA, El último lector. Ed. Anagrama, 2005.