Por lo que parece, la prostitución no fue al comienzo más que una forma complementaria del matrimonio. En tanto que pasaje, la transgresión del matrimonio hacía entrar en la organización de la vida regular; a partir de ahí, era posible la división del trabajo entre el marido y la mujer. Una transgresión como ésa no podía consagrar para la vida erótica. Simplemente, seguían practicándose las relaciones sexuales abiertas sin que, después del primer contacto, se subrayase la transgresión que las abría. Al prostituirse, la mujer era consagrada a la transgresión. En ella, el aspecto sagrado, el aspecto prohibido de la actividad sexual, aparecía constantemente; su vida entera estaba dedicada a violar la prohibición. Debemos encontrar la coherencia de los hechos y de las palabras que designan una vocación así; debemos percibir desde este punto de vista la institución arcaica de la prostitución sagrada. Pero no deja de ser cierto que en un mundo anterior -o exterior- al cristianismo, la religión, lejos de ser contraria a la prostitución, podía regular sus modalidades, tal como lo hacía con otras formas de transgresión. Las prostitutas estaban en contacto con lo sagrado, residían en lugares también consagrados; y ellas mismas tenían un carácter sagrado análogo al sacerdotal. Comparada con la moderna, la prostitución religiosa nos parece extraña a la vergüenza.
GEORGES BATAILLE, El erotismo. Ed. Tusquets, 2002.