martes, abril 11, 2006

ALAMOGORDO, NUEVA MÉXICO

16 de julio de 1945

Aquella fría mañana de lunes, muchos de los 425 técnicos y científicos reunidos en la zona de pruebas extendían cuidadosamente sobre sus manos y rostros lociones de protección solar, empleando como iluminación los zigzagueantes rayos que intermitentemente quebraban la oscuridad anterior al amanecer. Aunque algunos de ellos se encontraban a 32 km de distancia de su fuente, temían que el destello, cuando llegara, pudiera provocarles quemaduras similares a las de los rayos solares. Pero éste podría ser el mal menor de sus efectos secundarios. Todos sabían que la radiactividad que acompañaría al destello podía matar. Si les alcanzaba, no habría loción ni poción alguna que impidiese la contaminación. Y como nadie sabía con seguridad cuáles serían los límites exteriores de una incontrolada reacción nuclear en cadena, era concebible que la destrucción pudiera extenderse más allá de la zona de tierra semidesértica que Groves y los científicos llamaban Lugar S y los nativos Jornada del Muerto. Incluso aquellos científicos que creían que la primera explosión atómica del mundo no se extendería muy lejos, compartían la sensación de estar dando un gran salto a lo desconocido. A unos 15 km de distancia del Campo Base donde Groves y Oppenheimer pasaban la mayor parte de aquellas tempranas horas, la bomba atómica, con su núcleo de plutonio, se alzaba sobre un andamio de estructura de acero de 30 metros de altura. Este punto en el desierto fue designado con el nombre en clave Zona Cero. En aquellos instantes, con la prueba programada para las dos de la madrugada, todo el mundo esperaba que no hubiera más adversidades. Pero el tiempo empezó a empeorar (...) Era una preocupación más para Groves, ya bastante incómodo por la ausencia de Tibbets en Alamogordo. Y porque, a causa del tiempo, el B-29 que Tibbets había ordenado que estuviese en el aire en el momento de la explosión, se hallaba aún en tierra. Ahora no había manera de saber qué efectos produciría la bomba sobre el avión que la dejara caer sobre Japón. Aparte de la ausencia de Tibbets, Groves estaba muy "molesto" por la forma en que algunos científicos presionaban a Oppenheimer para que demorase la prueba (...) La prueba se retrasó (...) Finalmente se programó la explosión para, aproximadamente, las 5.30 (...) Oppenheimer y todos sus ayudantes esperaban ansiosamente en un bunker de cemento. Groves se encontraba en una estrecha trinchera, a poca distancia del director científico...
Una llamarada verdosa surgió de la tierra y ardió contra la nube de vapor de la base, iluminando tétricamente la oscuridad durante un breve instante (...) Una segunda llamarada estalló en cascada (...) A las 5.29.45, todo sucedió repentinamente. Pero fue demasiado rápido para que los observadores pudiesen distinguirlo; ningún ojo humano puede captar millonésimas de segundo; ningún cerebro humano puede registrar semejante fracción de tiempo. Nadie, por tanto, vio la auténtica llamarada de fuego cósmico. Lo que vieron fue su cegadora reflexión sobre las cercanas colinas (...) Muchos de los observadores se quedaron petrificados, enraizados a la tierra por una mezcla de terror y miedo reverencial ante la inmensidad del espectáculo. Oppenheimer recordó una línea del Bhagavad Gita, el sagrado poema épico de los hindúes. "Me he convertido en la muerte, la destructora de mundos."
La siniestra nube continuó ascendiendo. Sus presiones internas hallaron alivio en una sucesión de hongos sobrenaturales, hasta que la nube desapareció finalmente en el cielo del amanecer, a más de 12.000 metros de altura, una altura mayor que la del monte Everest. Luego, treinta segundos después de la primera llamarada de fuego atómico, un formidable viento huracanado azotó el Campo Base. Y, acto seguido, llegó un bramido ensordecedor. Presa del pánico, uno de los oficiales militares del Proyecto Manhattan gritó: -¡Se les ha ido de la mano a esos estirados!. Un físico exclamó, emocionado: -¡El sol es un trozo de hielo al lado de eso!. El físico salió de su bunker y comenzó a bailar una improvisada danza de guerra. Otros científicos se unieron a él, formando una fila, saltando sobre el terreno, terriblemente emocionados por un acontecimiento que había producido una luz más brillante que la de mil soles. En la Zona Cero, la temperatura en el momento de la explosión había sido de 55 millones de grados centígrados, tres veces superior a la del interior del Sol, y 10 mil veces el calor de su superficie.
En un radio de 1500 metros de la Zona Cero, todo vestigio de vida, vegetal o animal,se había esfumado; alrededor de lo que había sido la base de la torre, la arena se había convertido en una especie de plato ardiente con un diámetro de 460 metros. Jamás había habido en la Tierra arena como aquella. Al enfriarse se transformó en verde jade, en una sustancia satinada, desconocida para los científicos. El andamio de acero, impermeable a cualquier calor conocido en la era preatómica, se había esfumado transformándose en gas.
Groves figuró entre los primeros en recuperar su serenidad. Se volvió hacia su ayudante, el general Farrell, y musitó una predicción para la nueva era: -La guerra ha terminado. Una o dos de estas cosas, y Japón estará acabado.

GORDON THOMAS, Enola Gay. Ediciones B, 2005.