Consideremos los informes Kinsey, donde se trata la actividad sexual en forma estadística, como un dato externo. Sus autores no observaron verdaderamente desde fuera ninguno de los innumerables hechos que refieren. Los hechos fueron observados desde dentro por los que lo vivieron. Si se establecieron metódicamente, fue mediante confesiones, relatos, de los que se fiaron los pretendidos observadores (...) La sexualidad es para los autores "una función biológica normal, aceptable, bajo cualquier forma en que se presente". Pero a esta actividad natural se oponen ciertas restricciones religiosas. La serie más interesante de datos numéricos del informe indica la frecuencia semanal del orgasmo. Aunque varía según las edades y categorías sociales, en conjunto es muy inferior a 7, cifra a partir de la cual se nos habla de alta frecuencia (high rate). Ahora bien, la frecuencia normal del antropoide es una vez al día. La frecuencia normal del hombre, según los autores, podría no ser inferior a la de los grandes monos si no se hubieran interpuesto las restricciones religiosas (...) Son cifras relevantes: la práctica religiosa frena obviamente la actividad sexual (...) La estadística de las frecuencias se presenta por categorías sociales: peones, obreros, trabajadores de "cuello blanco", profesionales. En conjunto, la población trabajadora arroja una proporción de un 10% de alta frecuencia. Sólo el hampa alcanza un 49,4%. Estos datos numéricos son de lo más llamativos. El factor que designan es menos impreciso que el de la piedad: se trata del trabajo, cuya esencia y papel no tienen nada ambiguo. Por medio del trabajo el hombre ordena el mundo de las cosas y se reduce, en este mundo, a una cosa entre las demás; el trabajo es lo que hace del trabajador un medio. El trabajo humano, esencial para el hombre, es lo único que se opone sin equívoco a la animalidad. Estas relaciones numéricas delimitan aquí un mundo del trabajo y del trabajador, reducible a cosas, que excluye la sexualidad plenamente íntima e irreductible (...) Del mismo modo, la animalidad subsistente en el hombre, su exuberancia sexual, sólo podría considerarse como una cosa si tuviéramos el poder de negarla, de existir como si ella no fuera nada. La negamos en efecto, más en vano. Incluso la sexualidad, tachada de inmunda, bestial, es lo que más se opone a la reducción del hombre a la cosa: el orgullo íntimo de un hombre se vincula a su virilidad. La sexualidad no equivale en nosotros a la negación de la animalidad, sino a lo que tiene el animal de íntimo e inconmensurable. En la sexualidad es incluso donde no podemos ser reducidos, como bueyes, a fuerza de trabajo, instrumento, cosa (...) el hombre es en primer término un animal que trabaja, que se somete al trabajo y que, por este motivo, ha de renunciar a una parte de su exuberancia. No hay nada arbitrario en las restricciones sexuales; todo hombre dispone de una cantidad limitada de energía, y si dedica una parte de ella al trabajo, le falta para la consumación erótica, que se ve disminuida en la misma proporción. La "animalidad", o exuberancia sexual, es en nosotros aquello por lo que no podemos ser reducidos a cosas. La "humanidad", al contrario, en lo que tiene de específico, en el tiempo de trabajo, tiende a transformarnos en cosas, a expensas de la exuberancia sexual.
Los datos del informe Kinsey responden con notable minucia a estos primeros principios. Sólo el hampa, que no trabaja, arroja una tasa de 49,4% de alta frecuencia (...) se opone, por su carácter único, al conjunto de las conductas propiamente humanas que, variables según los grupos, son designadas por tasas de alta frecuencia que van del 16,1% al 8,9% (...) cuanto más humanizados los hombres, más reducida es su exuberancia. Precisamos: la proporción de altas frecuencias es de un 15,4% entre los peones, un 16,1% entre los obreros semi cualificados, un 12,1% entre los obreros cualificados, un 10,7 entre los "cuellos blancos" de nivel inferior, y un 8,9% entre los de nivel superior. Hay sin embargo una sola excepción: al pasar de los "cuellos blancos" superiores a las profesiones importantes que corresponden a las clases dirigentes, el índice vuelve a subir en más de tres puntos para alcanzar el 12,4%. El sentido de una subida cuando se pasa a la clase dominante queda bastante claro: ésta conoce una cierta ociosidad, y la riqueza media de la que disfruta no siempre responde a una cantidad excepcional de trabajo: dispone evidentemente de un exceso de energía superior al de las clases laboriosas, lo que compensa el hecho de que esté más humanizada que cualquier otra (...) esta clase está exenta del trabajo y, si se puede medir la energía sexual, dispuso de ella desde el principio en proporciones que la igualaron sensiblemente con el hampa. La civilización americana se alejó de estos principios en cuanto que la clase burguesa, allí no está casi nunca ociosa: mantiene sin embargo una parte de los privilegios de las clases superiores. Por último, el índice, relativamente bajo, con que se define su vigor sexual, requiere una interpretación. La clasificación del informe Kinsey, basado en la frecuencia de los orgasmos, es una simplificación. No carece de sentido, pero soslaya un factor relevante. No tiene en cuenta la duración del acto sexual. Ahora bien, la energía gastada en la vida sexual no se reduce a la que representa la eyaculación. El simple juego erótico consume también cantidades de energía nada desdeñables. El gasto de energía del antropoide, cuyo orgasmo sólo requiere unos diez segundos es evidentemente inferior al del hombre culto, que prolonga el juego durante horas. Pero el arte de hacer durar también se reparte desigualmente entre las distintas clases. No obstante, resulta que la prolongación del juego es patrimonio de las clases superiores. Los hombres de clases desfavorecidas se limitan a contactos rápidos, que, con ser menos breves que los de los animales, no siempre permiten que la mujer llegue también al orgasmo. Casi únicamente la clase cuyo índice es del 12,4% ha desarrollado hasta el extremo los juegos preliminares y el arte de durar.
GEORGES BATAILLE, El erotismo. Ed. Tusquets, 2002.