En la Argentina la novela es tardía. Llega, según algunos, en los barcos, con los inmigrantes. ¿Qué podían hacer los paisanos en la llanura, salvo cantar sus penas?
"Es un telar de desdichas cada gaucho que usté ve", decía Fierro. El Viejo Vizcacha, de todos modos, es uno de los grandes narradores del siglo XIX. Una especie de Huckleberry Finn escéptico y envejecido, que está de vuelta. Habla con proverbios: cada uno de sus dichos y consejos es la ruina de un gran relato perdido. Mixturado entre los perros, muerta toda experiencia, cuenta sus cuentos morales, miniaturas cínicas de la verdad. Sus narraciones se condensan en una sola frase, sentenciosa y ruin. De vez en cuando traza, en el polvo, con la mano abierta, rayas indescifrables.
Nadie puede escribir en el desierto, piensa Sarmiento. Mejor sería decir: en la pampa, los únicos que escriben son los viajeros ingleses. Ellos cuentan lo que ven: en otra lengua, con otros ojos. El campo es como el mar; en estas tierras claras, octubre y no abril es el mes más cruel.
¿Y los indios? Cuando uno lee el libro de Mansilla sobre los ranqueles (escrito en 1871, antes de la gran masacre) encuentra los rastros de esas sociedades sin Estado que ha estudiado Pierre Clastres. Tribus nómades, sin relaciones de obediencia, ni formas fijas. El poder está separado de la coacción y de la violencia. La particularidad más notable del jefe ranquel es su falta casi completa de autoridad; nunca está seguro de que sus órdenes serán ejecutadas. Esa fragilidad de un poder siempre cuestionado define el ejercicio de la política. En un sentido se podría decir que se trata de una de esas sociedades con un mínimo de política a las que aspiraba Bertolt Brecht. Porque ¿qué sería este dominio privado de los medios de imponerse? Un poder incierto, basado en el convencimiento, en la verdad del otro, en la creencia. En el poder de la palabra. En esas sociedades el Estado es el lenguaje. El talento verbal es una condición y un instrumento del poder político. El jefe es el narrador de la tribu. Cada día, al alba o al atardecer, cuenta historias que suceden en otro tiempo y en otro lugar y así alivia las penurias del presente y construye las esperanzas del porvenir.
En esas sociedades que han sabido proteger el lenguaje de la degradación que le infligen las nuestras, el uso de la palabra más que un privilegio es un deber del jefe. El poder otorgado al uso narrativo del lenguaje debe interpretarse como un medio que tiene el grupo de mantener la autoridad a salvo de la violencia coercitiva. Incluso el relato del jefe no tiene por qué ser escuchado y a menudo los indios no le prestan la menor atención. Juegan, discuten, se ríen, mientras el poder les habla. A veces el cacique habla de eso: de las desdichas que producen la indiferencia y la soledad. Como Kafka, el jefe narra para la muerte, para que sus palabras se pierdan en el vacío. Pero como un personaje de Kafka, ese hombre, prisionero de sus súbditos, sigue, todos los días, construyendo sus bellos relatos sin ilusión. Y porque a pesar de todo sigue hablando, todos los días, al alba o al atardecer, logra que sus historias entren en la gran tradición y sean recordadas por las generaciones futuras. Hasta que por fin un día la gente lo abandona: alguien, en otro sitio, en ese mismo momento, está hablando en su lugar. Entonces su poder ha terminado.
En el desierto, dice Mansilla, mandan los narradores, los que saben transmitir al lenguaje la pasión de lo que está por venir.
¿Y en la civilización? Allí la historia es otra. La ficción aparece como antagónica con un uso político del lenguaje. La eficacia está ligada a la verdad, con todas sus marcas: responsabilidad, necesidad, seriedad, la moral de los hechos, el peso de lo real. La ficción se asocia con el ocio, la gratuidad, el derroche de sentido, lo que no se puede enseñar; se asocia con el exceso, con el azar, con las mentiras de la imaginación como las llama Sarmiento. La ficción aparece como una práctica femenina, una práctica antipolítica. (No hay nada más alejado de los lugares de poder que una mujer en la Argentina civilizada del XIX).
El espacio femenino y el espacio político (todo eso está, por supuesto, en la Amalia de Mármol). O la Novela y el Estado. Dos espacios irreconciliables y simétricos. En un lugar se dice lo que en el otro lugar se calla. La literatura y la política, dos formas antagónicas de hablar de lo que es posible (...) Si la política es el arte de lo posible, el arte del punto final, entonces la literatura es su antítesis. Nada de pactos, ni transacciones, la única verdad no es la realidad. Frente a la lengua vigilante de la real-politik, la voz argentina de Macedonio Fernández: "Emancipémonos de los imposibles, de todo lo que buscamos y creemos a veces que no hay, y peor aún que no puede haber. Nada entonces debe detenernos en la busca de la solución plena, sin restricciones, ni resabios irreductibles". La ficción argentina es la voz de Macedonio Fernández, un hilo de agua en la tierra seca de la historia. Esa voz fina dice la antipolítica, la contrarrealidad, dice el espacio femenino, los relatos del cacique ranquel, dice los rhönir de Borges, los filósofos barriales de Marechal, la rosa de cobre de Roberto Arlt. Habla de lo que está por venir.
RICARDO PIGLIA, Crítica y ficción. Ed. Seix Barral, 2000.