martes, abril 25, 2006

PABLO

Padecía una idea fija, o más bien una "pregunta" fija, siempre presente y siempre ardiente: saber qué parentesco tenía con la ley judía, con el cumplimiento de esta ley. En su juventud quiso satisfacerse a sí mismo, ávido de esa suprema distinción que podían imaginar los judíos, ese pueblo que ha practicado la fantasía de lo sublime moral en más alto grado que ningún otro pueblo, el único que ha unido la creación de un Dios santo a la idea del pecado considerado como una falta a esta santidad. San Pablo fue a la vez el defensor fanático y el guardia de honor de este Dios y de su ley. En lucha incesante y en acecho contra los trangresores de esta ley y contra los que la ponían en duda, era duro y despiadado con ellos y estaba dispuesto a castigarlos con el mayor rigor. Y entonces experimentó en su propia persona que un hombre como él, violento, sexual, melancólico, refinado en el odio, no podía cumplir esta ley; es más, y esto le pareció más extraño: advirtió que su ambición desenfrenada le impulsaba continuamente a pisotear la ley y que tenía que ceder a este aguijón. ¿Qué quiere decir esto? ¿Era "la inclinación carnal" la que constantemente le arrastraba a violar la ley? ¿No era más bien, como sospechó más tarde, la ley eterna misma, que detrás de esta inclinación se hacía impracticable, tentándole siempre a la infracción con un encanto irresistible? Pero en aquel tiempo no disponía aún de este subterfugio. Quizá, como lo deja vislumbrar, pesaban sobre su conciencia el odio, el crimen, el sortilegio, la idolatría, la lujuria, la orgía, e hiciese lo que hiciese para aliviar su conciencia y, más aún, su deseo de dominación, por el extremo fanatismo que ponía en la defensa y veneración de la ley, había momentos en que se decía: "¡Todo en vano! No es posible vencer el tormento de la ley incumplida". Lutero debió experimentar un sentimiento semejante cuando quiso llegar a ser, en su convento, el hombre del ideal eclesiástico, y del mismo modo que un día odió el ideal eclesiástico, y al Papa, y a sus santos, y a todo el clero, con un odio tanto más mortal cuanto que no se lo podía confesar, lo mismo le sucedió a San Pablo. La ley fue la cruz a la cual se sentía clavado. ¡Cómo la odiaba! ¡Cómo escudriñó por todas partes para encontrar un medio adecuado para "destruirla", y no ya para cumplirla en su propia persona! Pero, por fin, se hizo la luz en su espíritu, gracias a una visión, como no podía ser de otro modo en este epiléptico; concibió una idea liberatriz: él, fogoso celador de la ley, que, en el fondo de su alma, lo hastiaba mortalmente, vio aparecer, en un camino solitario, a Cristo, rodeado de un resplandor divino que irradiaba de su faz, y San Pablo escuchó estas palabras: "¿Por qué me persigues?".

FRIEDRICH NIETZSCHE, Aurora. Ed. Alianza, 1990.