Se trata de una obra importante, no ya por el éxito de público que tuvo en su época, sino por el clima "filosófico" que reina en toda ella. De esta circunstancia ya se había percatado Gramsci cuando comentaba que en El conde de Montecristo -como en general en todo folletín- podían encontrarse los gérmenes de la figura del Superhombre que sólo más tarde inventaría la Filosofía. Sensible al superhombre de Montecristo, Gramsci dejaba en segundo plano a su antecedente más directo, el Rodolfo de Gerolstein de Los misterios de París, modelo -o, mejor dicho, mecanismo desencadenante- de Dumas (el éxito de Sue obligaba a los demás escritores a repetir sus estereotipos); pero lo cierto es que en El conde de Montecristo la teoría del Superhombre es expuesta con más detalle y de forma más sistemática, de manera que es Dumas -insinuaba Gramsci- quien proporciona los filosofemas necesarios a todos los futuros profetas laureados del Uebermensch. Desde luego resulta impresionante comprobar cómo el artesano Dumas, al ver que tenía en sus manos un tema novelesco autosuficiente -un inocente es metido en la cárcel y luego liberado para llevar a cabo la Venganza-, desplaza el acento de su obra de la Venganza a la voluntad de Poder y luego a la Misión. Es decir, que Montecristo, desde el momento en que se halla en condiciones de llevar a cabo su venganza gracias al tesoro del abate Faria, empieza a darse cuenta de que ya no sólo es el vengador, sino un justiciero, pues posee la libertad y no conoce ninguna restricción: "Soy el rey de la creación y si un sitio me gusta, allí me quedo; cuando me aburro, me voy; soy libre como los pájaros, tengo alas como ellos... Tengo mi propia justicia... ¡Ah, si hubierais probado mi vida, no desearíais otra, y no regresaríais nunca al mundo, a menos que tuvierais un gran proyecto que realizar!". El precursor de Zaratustra, pues, se lanza a urdir su venganza, gozando del hachís y cantando las alabanzas de la libertad de espíritu. Pero, a medida que va realizando su venganza y desvelándose a sus enemigos, empiezan a asaltarle las dudas: ¿puede el vengador encontrar el fundamento de sus actos y de sus decisiones en el hecho de ser un Superhombre?. La diferencia entre Dumas y Nietzsche -¡como si sólo fuera ésa!- radica, sin embargo, en lo siguiente: Nietzsche está históricamente maduro- y posee la fuerza especulativa suficiente- para romper, cueste lo que cueste (incluso a riesgo de ser proscrito), cualquier puente con todo lo que sean justificaciones trascendentes; Dumas no tiene fuerza especulativa alguna y se ve obligado a vender su producto -sobre todo a causa del Espíritu de su Tiempo-, aunque luego no sepa qué hacer con él. El Superhombre se convertirá entonces en un enviado del Señor. La transformación se produce en el capítulo XLVII, mientras Montecristo dialoga con Villefort, el magistrado que lo encerró en el castillo de If. El conde expone su filosofía de la superioridad, resta valor al poder de las leyes en favor de la opción individual que rompe todo tipo de ataduras, habla con frialdad de su propio personaje, pero de pronto, para replicar a las objeciones de Villefort, se saca de la manga el as de la Misión Divina. Hay "hombres a los que Dios puso por encima de la gente de título, de los ministros y de los reyes, confiándoles una misión que cumplir, y no un lugar que ocupar... Yo soy uno de esos seres excepcionales; sí, señor, y creo que hasta el día de hoy ningún ser humano se ha encontrado en una posición semejante a la mía". Cientos de páginas más adelante, el joven Morrel, fulminado por su poder y su bondad, reconoce a Montecristo: "¿Sois más que un hombre? ¿Sois un ángel?". Montecristo es, mira por dónde, un ángel: es un enviado del Señor. Casi al final de su empresa, se apodera de él la duda, teme haber abusado de su poder, pero al final caen en sus manos los manuscritos secretos del abate Faria y lee el siguiente epígrafe: "Arrancarás los dientes del dragón y aplastarás con tus pies a los leones, dice el Señor". "¡Ah!... ¡Aquí está la respuesta!", exclama Montecristo. Y tan contento está de haberla encontrado que, tras edificar debidamente al lector -no hay superhombre que no sea un subdios-, se permite incluso infrigir la regla de perversa castidad que le había sido impuesta por la venganza: podemos verlo navegando feliz por playas desconocidas al lado de la mujer que lo amaba en silencio, y convertido de nuevo en hombre para no desilusionar a los compradores del folletín.
UMBERTO ECO, El superhombre de masas. Ed. Lumen, 1995.