En la actualidad vivimos en medio de algo parecido a lo que Platón denominaba una lucha de colosos en torno al ser, esto es, en la disputa por imponer nuevos límites entre lo anímico y lo maquinal o, si se quiere, entre lo subjetivo y el mecanismo más sofisticado. Que estos límites tienen que reajustarse de nuevo es una consecuencia de la ciencia natural moderna y de la Ilustración psicológica y sociológica. Apoyándome en la tesis de G. Günther, definiría la Ilustración ontológica, junto con el proceso fundamental de la Modernidad, como un proceso epocal de demostración, es decir, como un proceso progresivo de verificación en cuyo mecanismo cada vez más elementos contribuyen a la estabilidad general de lo existente, mucho más sin duda de lo que había supuesto la metafísica tradicional del sujeto, del espíritu y del alma. Estas verificaciones acontecen en virtud de una arquitectónica maquinal. Cuanto más se adentra uno en este funcionamiento, más se topa con elementos mecánicos en el corazón geográfico de aquello que se consideraba como lo genuinamente anímico y subjetivo. La consecuencia de todo esto es que los hombres se van incorporando a una época que, de modo totalmente impersonal, no duda en desgarrarles el corazón mientras siguen aferrados a viejas distinciones metafísicas codificadas y a todas luces indefendibles. Al hacerse patente la dimensión mecánica en el supuesto núcleo básico de lo subjetivo se termina violando casi todo lo que antaño parecía o pretendía aparecer como inviolable: la relación con la infancia, con el animal, con el propio cuerpo, incluso con sus óvulos y espermatozoides, con la vivencia erótica, con los sentimientos y los estados subjetivos, con el lenguaje y, finalmente, con lo absoluto, que se nos aparece en acontecimientos límite aparentemente ineluctables como el nacimiento y la muerte (...) las fechas del nacimiento y la muerte como tales nunca faltan. Son marcas infranqueables, puntos de contacto entre lo accidental y lo incondicionado. Y, pese a todo esto, hoy en día puede verse cómo estas fechas, estos significativos signos de nuestro contacto con lo ineluctable, van perdiendo su estabilidad. Ninguna civilización anterior a la nuestra se ha aprestado a desplazar estas marcas limítrofes. El nacimiento es objeto de planificación; la muerte en ciertos lugares se logra dilatar; el cuerpo se ha hecho operable en una medida hasta ahora inimaginable; la sexualidad y la reproducción han dejado de ser sinónimos; los sentimientos son susceptibles de ser moderados por vía farmacológica; los estados psíquicos pueden ser canalizados mediante técnicas estéticas y químicas; el pensamiento lógico, hablar, traducir y muchas otras operaciones mentales pueden ser cifradas a través de cálculos que pueden repetir las computadoras... ¿Qué hay que aprender de estas observaciones? Se trata de procesos catastróficos con un alcance teórico-cultural de tal calado que nadie puede pasarlos por alto. A la vista de preguntas tan importantes, quizá no debemos hacernos los locos, no hacer caso a nadie y responder de inmediato, sino averiguar por primera vez cómo se han expresado los grandes autores del siglo ante estas transformaciones tan importantes (...) Pues bien, haría referencia, por un lado, al artículo de Paul Valéry "La crisis del espíritu", de 1919 (con un suplemento adicional de 1922), y, por otro, a la carta de Heidegger "Sobre el humanismo", escrita en 1946. Dos textos que, desde planteamientos diferentes, conducen a cualquiera de nosotros directamente a lo monstruoso. En ambos aflora la siguiente pregunta: ¿quién ha sido en realidad el sujeto de esta crisis? ¿Quién es el que puede aprender de lo ocurrido? Y desde un punto de vista general ¿qué conclusiones pueden sacarse de todas estas circunstancias para los que reflexionan sobre el mentado acontecimiento? Los dos autores realizan el diagnóstico de este complejo catastrófico, y lo analizan no tanto a la luz de juicios morales, sino a tenor de sus consideraciones sobre la técnica como genuino poder universal (...) Valéry dice, por ejemplo, cosas como ésta: lo que sabemos ahora es que también la civilización es mortal y que "el abismo de la historia nos afecta a todos". Ésta es una idea que, desde que se formuló, no ha cesado de cobrar importancia (...) Y significa, lisa y llanamente, que no sólo el hombre es mortal, como suponía la tradición helénica, cristiana y humanista, sino también la civilización; también ésta, pues, ha de ser comprendida a partir de ahora como una empresa mortal y falible (...) En esta atrevida expresión, Valéry compara hasta tal punto mortalidad y civilización que anticipa asimismo el problema ecológico. Todas las culturas, todos los colectivos con su estilo de existencia, de manera particular las sociedades tecnológicamente avanzadas, tienen a partir de este momento una relación inenudible con su propia finitud. Cuando se cierne este peligro de autodestrucción inmanente a la cultura, los hombres no pueden por menos de tomar posición de modo cada vez más consciente ante la cuestión de su poder y su ejercicio. Están obligados, como mucho, desde la Primera Guerra Mundial, a contestar a la pregunta de si han sido capaces de aprender algo sobre ellos mismos a partir de lo que les ha sobrevenido.
PETER SLOTERDIJK, El sol y la muerte. Ed. Siruela, 2004.