miércoles, mayo 10, 2006

HOTEL DE DIOS

Cuando murió, a los 63 años, parecía mucho más viejo, incluso para su época. La bebida, las deudas, la muerte de muchos de sus seres queridos a causa de la peste podrían explicar los estragos sufridos. Pero los autorretratos apuntan algo más. En su madurez le tocó vivir un clima de fanatismo económico y de indiferencia, un clima, por otro lado, no muy distinto del que se vive hoy. Ya no era posible limitarse a copiar lo humano, como en el Renacimiento; lo humano ya no era evidente: había que buscarlo en la oscuridad. Rembrandt era un hombre obstinado, dogmático, astuto, capaz de cierta crueldad. No hagamos de él un santo. Pero buscaba una manera de salir de esa oscuridad.
Dibujaba porque le gustaba. Era una forma de recordarse diariamente lo que le rodeaba. La pintura -sobre todo en la segunda mitad de su vida- era para él algo distinto: pintando intentaba encontrar una salida de la oscuridad. Tal vez, la extraordinaria lucidez de los dibujos nos ha impedido ver la manera en que pintaba realmente (...) Los hospitales públicos, que como institución se originan en la Edad Media, se llamaban en Francia Hotels-Dieu. Eran lugares donde se daba techo y asistencia en el nombre de Dios a los enfermos o a los moribundos. Pero cuidado con idealizar. Durante la peste, el Hotel-Dieu de París estaba tan atestado que cada cama "la ocupaban tres personas: una enferma, una agonizante y otra muerta". Pero el término Hotel-Dieu, interpretado de otra forma, puede ayudarnos a explicar su pintura (...) Lo que encontraban los cirujanos en las disecciones de los cuerpos era una cosa. Otra muy distinta lo que él buscaba. Hotel-Dieu también puede significar en francés un cuerpo en el que reside Dios. En sus últimos autorretratos, tan inefables y terribles, parece que mientras contemplaba su propia cara estuviera esperando a Dios, pese a saber perfectamente que Dios es invisible. Cuando pintaba libremente a aquellos a los que amaba o imaginaba a aquellos de quienes se sentía próximo, intentaba entrar en su espacio corpóreo en ese preciso momento; intentaba entrar en su Hotel-Dieu, y encontrar así la salida de la oscuridad (...) Para Rembrandt, el abrazo era sinónimo del acto de pintar, y las dos cosas rozaban casi la oración.

JOHN BERGER, El tamaño de una bolsa. Ed. Taurus, 2004.