Una peculiaridad poco conocida de la sociedad japonesa, íntimamente ligada con sus fundamentos religiosos, explica quizá que el pocero haya aparecido nimbado con un aura trágica a los ojos del niño Mishima. En medio de un silencio hecho de vergüenza y negación, existe todavía en Japón una casta de intocables, los burakumín. Descendientes de antiguos parias destinados a las tareas impuras, las que ponen en contacto con la sangre y la muerte, la podredumbre y los excrementos, los burakumín siguen siendo víctimas de la exclusión en cuanto al matrimonio y el trabajo, a pesar de la abrogación legal, hace más de un siglo, del régimen de castas. Las agencias de empleos son las comúnmente encargadas, por los patrones y las familias, de investigar los orígenes de un candidato a un puesto de trabajo o al matrimonio, con el fin de que esclarezcan cualquier ascendencia sospechosa (...) No se pronuncia la palabra burakumín, lo cual indica su carácter de tabú. Se piensa que admitir en la familia o en la empresa a un descendiente de estos parias equivaldría a dejar entrar la deshonra y la maldición. Los burakumín se dividen en dos grupos con distintos estatutos: los etá, los "impuros", llenos de manchas, y los hinín, los "no-humanos". Los primeros tenían los oficios que ponen en contacto con la sangre, la muerte y los desechos. Eran carniceros, curtidores o zapateros, sepultureros, guardianes de cementerio, basureros y poceros. Vivían relegados a la periferia de las poblaciones y los pueblos, en el flanco de la montaña o cerca del lecho de los ríos (...) El centro de las ciudades les estaba vedado, lo mismo que casarse fuera de su comunidad, o ejercer otros oficios que no fueran los que les estaba reservados. Se era etá de nacimiento, a diferencia de los hinín, los "no-humanos", provisionalmente suprimidos de la comunidad humana por algún acto delictivo o alguna actividad impura. Entre ellos se contaban la gente del espectáculo, los magos y las prostitutas. Su presencia era admitida en el centro de las ciudades. Los hinín habrían sido los inventores del teatro kabuki. A los burakumín se les debería el arte de los jardines.
CATHERINE MILLOT, Gide-Genet-Mishima. La inteligencia de la perversión. Ed. Paidós, 1998.